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Foto del escritorPrincesas y Guerreras

27 de Marzo del 2020

Actualizado: 16 jun 2021


A la mesa del rey

2 Samuel 9: 11



Hay un personaje en 2 Samuel 9 con quien el rey David tuvo una gracia muy especial, se trata de Mefi-boset, el hijo de Jonatán, nieto del rey Saúl. Él tenía solo cinco años de edad cuando su padre murió. La nodriza, ante el peligro que se avecinaba, lo tomó apresuradamente para huir con él. Pero mientras huía, se le cayó el niño y quedó cojo.

Los días fueron difíciles para Mefi-boset, no solo por su discapacidad, sino por los tiempos que corrían. Muerto su padre Jonatán, y su abuelo Saúl, el reino de Israel se tornó muy inestable políticamente. Hubo luchas fratricidas, y en ese ambiente, no había seguridad para un niño emparentado con el rey saliente. Entonces es llevado a vivir lejos, al desierto, en casa de Maquir, un hombre de buen corazón. Allí pasan los años. Mefi-boset crece al amparo de aquel hombre y de su siervo, Siba. Él estuvo en Lodebar, que significa “lugar donde no hay pastos”, un deprimente lugar donde se refugiaban los desamparados, los pobres, los perseguidos.

Pero un día sucede algo que cambiará absolutamente su vida: David, el rey de Israel, se acuerda de Jonatán su amigo, y pregunta si hay alguien de la casa de Jonatán a quien pueda hacer misericordia. Entonces se entera de Mefi-boset, y le manda traer. Al ver David a Mefi-boset le habla palabras de consuelo, le devuelve los bienes que pertenecían a la familia, y le dice: “Tú comerás para siempre a mi mesa”. Mefi-boset replica: ¿Quién es tu siervo, para que mires a un perro muerto como yo? Pero David insiste: Mefi-boset comerá a mi mesa, como uno de los hijos del rey. (2 Samuel 9: 11 – 12)

Como Mefi- boset en algún punto de nuestra vida tuvimos una situación que tronchó nuestro caminar y nuestra vida se tornó inútil. No podíamos caminar para acercarnos a Dios. Al contrario, en vez de acercarnos, nos fuimos al desierto, lejos, muy lejos. Los años pasaron, y nuestra indigencia fue completa; tal vez no tanto material, sino espiritualmente. Sin embargo, un día, nuestro nombre fue pronunciado por el Rey –Jesucristo–, y fuimos llevadas de Lodebar al palacio. Allí no recibimos juicio, sino misericordia. Allí fuimos consoladas, perdonadas y honradas. El Rey nos sentó a su mesa, y nos dio trato de princesas. Desde entonces, comemos a Su mesa. Cada día disfrutamos de su compañía y somos sustentadas por su provisión abundante. Sentadas a la mesa del Rey parecemos una más de sus hijos. Sin embargo, si nos miran más atentamente, verán nuestra cojera. Ella revela nuestro estado anterior y nuestra debilidad actual. Nunca nos olvidemos de dónde fuimos traídas, y cuál es nuestra verdadera condición. Si estamos a la mesa del Rey, es solo por llamamiento, por la gracia de Dios. «Nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia» (Tito 3:5).




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